Bojayá. Diecisiete y contando
- Germán PC
- 20 ene 2020
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 20 sept 2020
-El Atrato huele a muerto-.
-Pero todavía noj da ‘e comé-.
La lancha brincaba en el bajo oleaje y todos en silencio esperábamos la última curva antes de llegar a Bojayá.

Otra vez, después de diecisiete años, la población bojayaceña revive con amargura tan crueles memorias. No bastó con lo ocurrido aquel dos de mayo. No bastó con las vidas allí sacrificadas.
La guerra vuelve en manos de nuevas formas de victimarios que, en realidad, no han mudado su contenido. Es decir, los motivos de estos grupos insurgentes ilegales –aquellos paramilitares apoyados por las fuerzas militares colombianas (aun cuando el Estado lo niega y la misma comunidad lo confirma)- no son más que ejercer un control territorial de las rutas del narcotráfico.

En este ejercicio, dado que las comunidades afrocolombianas e indígenas han reclamado protección de parte del Estado y, además, han sentado su posición de no estar a favor de ningún grupo armado –los legales incluso- la población ha quedado de nuevo bajo la mirilla de las armas que les apuntan, impiadosas, por manifestar una clara resistencia a las expresiones de guerra.
Leyner Palacios, líder social afrocolombiano, tuvo que salir de su pueblo por las amenazas que han llegado contra él y su familia. En el 2020 va un líder social asesinado por día en el país y, todavía, hay quienes dicen que una continuación del paro de finales del 2019 es, no sólo innecesario, sino inútil.
¿De verdad? ¿Cuántos derechos ha conseguido la población civil alrededor del mundo cuando no opone resistencia a tales niveles de opresión?

Doña Rosa le reza al Cristo de Bojayá, regala estampitas de protección, le ora a sus ancestros y la paz, equidad, justicia social y tranquilidad, que tanto pide la población, parece no asomarse en el cercano porvenir.
Es nefasto, además, tener que sentarme ante un ajado portátil en una cómoda silla en Bogotá, viendo uno de sus bellos atardeceres desde un piso quince, con la idealista pretensión de contribuir al cambio de la mentalidad derrotista de la sociedad colombiana. Nefasto porque aún bajo las precarias condiciones socioeconómicas en que nos encontramos –que rayan con el grotesco conformismo hacia meras condiciones materiales de existencia- me apego al arte como el último bastión de mi esperanza y no veo su impacto. ¿Ansiedad? Sí. ¿Quién no la padecería en un país como el nuestro así sea en un mínimo y en diversos grados? Sé, de todos modos, que uno es el que tiene que curarse la sensibilidad, pa’ que fluya el arte, como dice la canción de Cultura Profética. Aquí, empático, compasivo, recuerdo las miradas que andaban entre la frustración y la esperanza, pasando por una que otra efímera alegría.

Todavía recuerdo a los niños que me recibieron. Espero que no sean desplazados ni, mucho menos, reclutados por algún grupo armado. Que el jardín de sus alegrías les lleve lejos y que, algún día, Colombia pueda vivir en paz.

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