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Una pandemia en el 2020: Cuarentena en San José

  • Foto del escritor: Germán PC
    Germán PC
  • 20 ago 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 20 sept 2020

La pelota rebotaba en la calle vacía. 35°C acaloraban y humedecían el ambiente lo suficiente como para hacerme sudar aún en estado de quietud. Y eso que estaba vestido solamente con una bermuda playera. Lento el camión del gas; raudas las camionetas de la policía y la Cruz Roja, cada vehículo parecía derretirse en el distancia. Adolescentes salían de sus casas, inquietos, inquietas, con el aburrimiento a flor de piel, desafiando infantilmente el aislamiento “social” obligatorio.



Varias personas en sus motos pasaban, la mayoría con tapabocas, con rumbos desconocidos para mí. David y Gilma permanecían encerrados en su cuarto. El niño dejaba salir su euforia, natural de sus 6 años de edad, cada que la abuela no estaba cerca –o así lo interpretaba yo-. Ella lo regañaba a gritos estridentes y no acababa de hacerlo cuando cambiaba su ánimo, dándole órdenes con repentina ternura, acto que al menos a mí, como oyente, me confundía bastante. No creo ser la persona más asertiva del mundo, pero todavía no comprendo por qué hay gente que gestiona así sus emociones. David, más de lo que podría imaginar, era en realidad tranquilo, obediente y callado, ¿por qué gritarle de ese modo?



-¡Ese niño parece loco!- decía para sí misma, pero con un volumen suficiente para yo poderla oír, Gilma, mi casera por esos cinco días que permanecí en la capital del Guaviare. Lo dijo en un momento en el que él, entusiasmado, se metió a bañar gritando. Quizá extasiado gritaba cada vez más duro, celebrando en medio del bochorno nocturno tan refrescante momento. ¿Quién no celebra deshacerse del peso del sudor diario con un duchazo? No, el niño no parecía ni estaba loco.


A decir verdad, más loca parecía ella que pasó esos días llamando a sus familiares y amistades a contarles la tragedia que para ella representaba todo lo que estaba ocurriendo. No se trataba del confinamiento en sí, sino que su hijo, ad portas de graduarse de la universidad, se había negado a volver de Villavicencio para pasar la cuarentena con ella. Angustiada, ella insistía e insistió hasta la noche previa a mi partida, la del día que aquí estoy narrando. Tres días habían pasado desde el anuncio del aislamiento obligatorio y desde ese momento, Gilma invirtió buena parte de su tiempo tratando de convencerlo con toda clase de argumentos. Mi silencio era tal –o quizá el volumen de sus voces tal- que la discusión, dividida en llamadas en diferentes momentos del día, la escuché casi por completo. Él, determinado en su posición, le decía a Gilma que no se dejaría convencer, que esto era un reto que él pasaría solo en la capital del Meta.



-Él no tiene sino una licuadora y una sanduchera, ¡¿cómo va a hacer?!-

Decepcionada y resignada con la actitud de su hijo, Gilma llamaba a sus hijas –una la madre de David- para manifestarles su pesar, su ira, su rabia… Un desahogo parcial que repetía con sus compañeras y compañeros de trabajo. Decía unas cuantas groserías pero en medio de todo se mantenía en relativa calma. Cuando hablaba conmigo la percibía tranquila, pero una vez ella se sumergía a navegar en redes sociales de forma autómata, alimentando su interior con noticias falsas o exageradas sobre la situación en ese momento, las reacciones revelaban aspectos profundos de sus tribulaciones.






















-¡Es que ni siquiera había sentido algo así cuando viví las tomas guerrilleras y paramilitares!- Argumentaba a la distancia a su hijo. Yo, en silencio, atendía la conversación, pues no lograba concentrarme en el libro que había llevado para las tardes de ocio, después del trabajo, en la fundación donde me habían contratado. Dejé de comer para concentrarme mejor y para hacer rendir el mercado del que había logrado abastecerme, previendo que San José sería mi hogar por al menos tres meses. No alcancé a cumplir ni una semana. Terminé por firma un contrato para trabajar desde la casa sin la certeza de que recibiría un salario. ¿Qué tipo de prestación de servicios podría hacer un antropólogo contratado para trabajar en campo con sociedades indígenas desde su casa en Bogotá?


Para esa fecha, el virus se propagaba más lentamente que el miedo. Sin embargo y de acuerdo con estadísticas gubernamentales, el departamento no podía permitirse más de dos contagiados, pues esto conllevaría a un colapso de los precarios servicios de salud, consecuencia del histórico abandono estatal. En la mañana en que logré regresar a Bogotá, no había casos confirmados pero ocho personas permanecían en diagnóstico con síntomas. Habían regresado con un grupo de Estados Unidos unos días antes, justo cuando el pico de contagio estaba más alto en ese país, de representar a Colombia en un evento de porras.



Loco parecía yo también, recordando hechos de mi vida, riendo en solitario, sentado a la sombra del caucho que crecía en el antejardín de la casa de Gilma, leyendo en mi celular o leyendo la novela gringa de bolsillo o sencillamente perdido en las redes sociales y en las marañas de mi memoria, sonriéndole al pasado. Anhelaba estar con quienes amaba aun cuando, en realidad, no hablo mucho con ellos.


David volvió con su madre el mismo día que yo me fui y Gilma lloraba su soledad; la ausencia de su hijo. Apenas era marzo. Hoy, 20 de agosto me pregunto: ¿Cómo estarán hoy?... ¿Cómo estás?



 
 
 

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